jueves, 15 de marzo de 2012

LA COCINA Y LOS SUEÑOS

Bajo este sugerente título, la dueña del restaurante madrileño EL CHISCÓN (Castelló 3), acaba de editar un libro de cuentos. De 17 cuentos. Yo soy la autora de uno de ellos, y como anoche se presentó el libro y hubo lecturas y regalos, todo ello coronado con una cena de lujo en el precioso comedor del restaurante, lleno de estilo y calidad, he pensado colgar el cuento para que lo podais leer si así os parece.
Antes de la cena este cuento fue leído (no se si decir representado) por dos excelentes actores. Ellos son Andrea Navas y Enrique Gracia. Él, además, es poeta y podeis visitar su página que es muy interesante. He de decir que contra mi criterio que desestima el floklore que a veces rodea a la literatura -pues creo que la literatura tiene por finalidad ser leída en silencio y soledad- estos realmente magníficos lectores en voz alta (no se como llamarles para no caer en etiquetas) no solo no lo menoscabaron: mejoraron el texto.
En fin que les agradezco el buen rato que me hicieron pasar poniendo a mis palabras gracia y profundidad.
Y a la anfitriona que aún en tiempos tan penosos como los que vivimos ha tenido el coraje de editar un libro de relatos y hasta de invitarnos a cenar. Gracias.




Menú creativo número tres


Era rubia, de piel luminosa, dorada como la túnica interior de las castañas; el pelo le llegaba a las rodillas, suave y ondulado. Estaba sentada en la vieja rama casi horizontal de una noguera y sus piernas se balanceaban de forma que los pies rozaban la yerba húmeda de rocío. No llevaba mas vestido que un minúsculo delantal verde atado a la cintura con un dibujo de hojas, y mordía pensativa un pensamiento. O sea, pensaba y mordía un pensamiento. Pensaba en un menú mientras mordía un pensamiento. Mordía un menú mientras pensaba un pensamiento, o sea...bueno. Tenía que centrarse.
Un menú: algo creativo, algo nuevo, desde luego. Estaba harta de oír quejarse a su marido. ¡La última vez -anoche- el muy cafre había tirado las dos chuletas que acababa de servirle al estanque de los peces! Incluso escuchó sus gritos mientras ella se escondía en la sombras de la leñera tras el gato. Y aún tenía un arañazo del felino. Ese gato era un bestia. Odiaba a ese gato.
Se tocó la pantorrilla, sobre la que destacaba un profundo trazo rojo.

Que lata. No había recibido educación alguna sobre los hombres, porque en ella concurrían algunas circunstancias desdichadas: no había conocido a su madre ni a su abuela y por ello ya tarde había recibido la información cumbre que debe tener toda mujer: que a los maridos se les conquista por dos vías, el sexo y el estómago. Esa noticia la recibió por boca de Gabriel.
–¡Podías haberlo dicho antes! -protestó, y le tiró un par de nueces mientras el muchacho salía de la cocina riéndose y enredándose entre el viento y las grandes plantas de hojas algodonosas que rodeaban el patio interior de la vivienda. Le vio alejarse y no pudo contener una idea que afloraba al verle así, rubio, leve y aniñado.
Se alejó volando.
Luego pasó el día tonteando entre sueños y flores y supuso que ya sí tenía que ponerse seriamente a pensar. El no tardaría en volver (estaba de viaje, cosa a la que era muy aficionado) y, qué desesperación, había perdido toda la mañana sin dar con una sola idea buena.
Se sentó y escribió (sacando la punta de la lengua):

MENU CREATIVO NÚMERO UNO

podrida de ave a la salsa de hormiga roja
pez nacarado aplastado en su jugo con trompetas de la muerte
capullos con ojos del bosque (postre
)


MENÚ CREATIVO NÚMERO DOS

revuelto de alas azules de pequeño ángel
milhojas a las jugosas lágrimas
patitas de gamusino azucaradas

Meditó sobre aquellos menús y se echó a llorar. Por más que se rompiera la cabeza no iba a encontrar nada imaginativo, distinto ni apetitoso para su hombre. Y eso significaba –ahora que la pasión primera había desparecido y los revolcones se habían difuminado– que empezaban las peleas. ¿La crisis de los siete años? Eso de la crisis de los siete años lo había sabido también por Gabriel...ese parecía saberlo todo.
Lloró con fuerza, con sollozos y suspiros: Estaba claro que ella era la más tonta de la aldea. Pronto su marido la cambiaría por otra...pero ¿por quién? Pensó en todos a los que conocía y se dio cuenta de que aparte de ella y algunas presencias raras que habitaban sus sueños, presencias algunas veces terribles, y otras bellísimas, no había nadie en su mundo a quien él pudiera realmente amar. Y (ahora lloró mas) se iba a cargar su matrimonio, iba a dejar a su marido en la soledad y todos aquellos mozos rubios y voladores -Gabriel, Rafael, Miguel y los demás- le darían la espalda. Incluso Yavhé se lo reprocharía: vete mujer, le diría cualquier día en cualquier esquina que se la encontrara, vete con las zorras o con las gallinas, puedes elegir. Vete, desaparece de mi vista, ya que no has sido capaz de de mantener la dignidad que te di. Ni siquiera has podido entretener a tu hombre. Y quítate ese delantal, pareces una putilla ¡por Dios!... y perdona que me nombre.
Apoyó la cabeza en los brazos y estos sobre la mesa y se hinchó a llorar. El largo pelo la tapaba como una manta cálida.
Y de repente oyó una voz.
–Eva -dijo la voz– no seas mema. Lo que quiere tu marido no es una comida complicada: quiere algo prohibido, y, como les pasa a todos los hombres, no se atreve a pedírtelo.
Eva levantó la vista. Ya sabía quién le hablaba, había tenido muchas conversaciones con ella, pero nunca así, vis a vis, sin ambages. La Serpiente se hacía pasar de ordinario por una señora respetable y de edad, y solo charlaba con ella a veces en un semisueño, de madrugada, cuando los árboles crecían con estrépito o bramaba el océano ante las lanzas cruzadas de los Ángeles, tratando de anegar los campos del Señor.
–Venga, toma, no seas cobarde. Lo que quiere Adán es darle un buen bocado a la manzana prohibida. Y si eres lista se la servirás esta noche. Mira que hermosura.
Ella apartó el cabello de sus ojos y vio la manzana prohibida resplandeciendo en su rama, bajo la luz tamizada del ocaso.
–Pero si esto es lo que quiere ¿porqué no la coge él?
La Serpiente cabeceó, se curvó con arte y emitió un silbido que quería ser risa.
–Se te nota mucho la ausencia de madre o progenitora femenina en tu muy deficiente educación, hija mía: Adán quiere que seas tú quien le de la manzana para que luego, cuando vuelva Dios, te pueda echar a ti la culpa.
Eva calló. Por primera vez pensó; pensó con la claridad del sol y a la velocidad de una centella.
–¿Y se le doy la manzana, Serpiente, crees que él me echará un polvo?–preguntó guiñando un ojo.
–No lo dudes. Claro que no te puedo asegurar que pasado un tiempo no vuelva a las andadas, pero para entonces si has aprendido bien esta lección, sabrás defenderte sola.
Y Eva volvió a pensar. Ahora ya sabía.
–De acuerdo –dijo con un indefinible nuevo tono en la voz–Vamos a ello.
Cogió la hermosa, roja, venenosa, prohibida, dulcísima manzana y entró en su cocina. La haría en compota.
La tarde cayó. A lo lejos se oía la canción de Adán que se acercaba después de haber explorado lejanas zonas de Paraíso Terrenal.
A Eva aún le dio tiempo de canear al enorme gato rayado que dormitaba a la puerta de la leñera antes de que Adán, cansado de tanto viaje entrara y se tirara en el sofá poniéndolo todo hecho una lástima de tierra húmeda, hojarasca y sudor.
Para entonces Eva ya tenía la manzana dorada de miel y canela, sobre un plato.
Y se había quitado el delantal

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