De José
Luis Gutiérrez, Guti, se ha escrito
seguramente todo lo que podía decirse e incluso más. Pero no puedo dejar pasar
el pesar, la sorpresa y la nostalgia que me traen la mala noticia de su muerte.
Durante años fue mi jefe y durante muchísimos más, mi amigo.
Era un
ser tumultuoso, apasionado, con un fervor de muchos grados y tomaba partido
siempre en medio de una emoción tan
grande como era grande él.
Naturalmente
solo hablaré de mis experiencias directas con el Guti. Dos botones de muestra.
Uno:
siempre que me llamaba o me encontraba en algún acto público, antes de
saludarnos me decía "¡Quiero dormir: que me lo quiten de en medio!",
en alusión a una frase que cerraba el primer artículo que yo había escrito para
Diario 16 sobre Antonio Anglés.
Y después
me espachurraba contra su enorme y sólido esqueleto.
Y dos:
Un
lejano día a eso de las dos y media de la tarde me llamó al móvil. Con frases
cortas, autoritarias y concisas me dijo que me invitaba a comer en un
restaurante de las Rozas. Inmediatamente. Ya. Débilmente argüí que en ese momento salía camino de Guadalajara
y que era ya tardísimo, que podíamos dejarlo para el próximo día...gritó
diciendo que a ver si yo creía que él disponía de tiempo que para el próximo
día, que ya tenía una cita y que volviera grupas y fuera a las Rozas
inmediatamente. Quise saber para qué y me dijo que no daba explicaciones por teléfono,
que nos veríamos allí.
De bastante
mala gana volví a Madrid y me planté en las cercanías de aquel restaurante del
que nunca había oído hablar ni conocía su emplazamiento. Di vueltas por todos
los lados y un amable gasolinero me indicó con acierto y total, llegué. Eran
las tres y media más o menos cuando logré encontrar el sitio. Entré y miré las mesas, pero él no estaba. Pregunté y
sí, me dijo el maitre, había una reserva a nombre del Director de Diario 16 y
otras dos personas.
Me senté
a esperar y como pasaba el tiempo opté por tomarme un aperitivo. Y luego,
picando, consideré que había comido. Previamente hice varias llamadas a su
teléfono pero siempre una voz me decía que estaba cerrado o fuera de cobertura.
Así que de bastante mal humor pagué y salí.
En la
puerta estaba el Guti.
Estaba despeinado,
acalorado, con la corbata en el bolsillo y sudando. Echó una larga y acalorada
prédica sobre la inepcia de los que hacen mapas, sobre la necedad de los
Ingenieros de Caminos Canales y Puertos, sobre el horror de la telefonía móvil
y sobre mí misma, ser impaciente de los peores.
Total: se había perdido.
Volvimos
al restaurante y, pasando a gran velocidad de un estado de ánimo a otro pidió
una botella de champan (conocía mi afición por el champan) para celebrarlo (?). Le dije que yo ya había comido.
Volvió a despotricar sobre mí y mi
educación pésima y mi poca paciencia. Tuve que volver a comer.
A los
postres, después de habernos quejado de todos y bebido un par de botellas,
completamente achispados y felices, a eso de las seis y media de la tarde, me
confesó que me había citado para nada, que no quería comer solo, que el tercer
comensal no existía y que en fin, iba a pensar si me subía el sueldo.
Supongo
que la idea se le pasó con la siesta.
Un gran
tipo. Un gran tipo, insisto. Un tipo de los mejores.
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