Bomarzo
En el valle de Bomarzo existe un círculo mágico compuesto por enormes rocas talladas en las formas más misteriosas y sugerentes, emboscadas tras grandes árboles viejos cargados de hiedra, ocultas por arbustos purpúreos entre los que corren arroyos oscuros. Sobre viejos muros desconchados, el musgo teje su tul verde.
Arriba queda colgada la villa, en cuyas estancias el príncipe jorobado Francesco Orsini y su arquitecto Pirro Ligorio proyectaron su jardín mágico. Una feroz fachada de ventanas ciegas desciende hasta las suaves colinas cubiertas de maleza donde un mundo de estatuas se esconde. Por sus entrañas, dice la tradición, baja un tortuoso subterráneo que la familia Orsini construyó para escapar del insomnio y del crimen.
Hubo una época en la que los grandes señores milmillonarios, hartos de la cama y de la guerra, llenaban su tiempo con fantasías y caprichos. Y el mundo palaciego se llenó de jardines admirables: igual que los Orsini hicieron Bomarzo, los Médici levantaron un jardín de agua en Tívoli y en Pompeya existía un recinto de flores entre las que se escondían una colección de fictae ferae. Era la moda.
Mújica Laínez visitó antes que yo este jardín e inmediatamente buscó las palabras adecuadas para mostrarlo. Su novela Bomarzo fue devorada por cientos de miles de lectores. Pero la vida literaria es como la biológica: las generaciones suceden a las generaciones y todo queda sepultado bajo una tumba de coronas y olvido.
Así –entre flores y olvido– estaba el jardín cuando se volvió a mostrar al público.
El Bosque Sagrado se inicia con un extravagante Proteo-Glauco, pescador que fue dios por haber ingerido unas hierbas mágicas. Está todo él coronado de olas y mariposas, vigilando el bosque entre un espeso enramado.
Inmediatamente el espacio se puebla de enormes y disparatadas figuras: Los Gigantes, la Tortuga Coronada con el Simulacro de Mujer, el Pegaso, el Dragón, el Ogro, la Ninfa Durmiente... y de construcciones delirantes, el Ninfeo, la Banca Etrusca, la galería de las Ánforas, la Rotonda, la Casa Torcida...
¿Un Bosque Sagrado? Así dice Mújica Laínez que quiso el Príncipe Orsini, aquel displicente y desgraciado cheposo, bautizar a su juguete. ¿Un Parque de Monstruos? ¿Un Jardín de Maravillas como en aquellos tiempos llamaban a esos caprichos de la aristocracia?
Sus personajes remiten a una edad pagana y mágica y los Orsini (que presumían de ser éditus ursae) era condottieros feroces, es decir, señores mercenarios de la guerra con cuyos botines lucraban a sus familias y, para limpiar la abundancia de sangre, aspiraban a emparentarse con los dioses del pasado primigenio, aquellos héroes que se codeaban con fieras fabulosas.
El Bosque Sagrado tiene además de dioses y animales, bromas: basta entrar en su Casa Torcida para apreciarla como tal. Una broma que nos gasta Orsini desde su tumba. Claro que hay cierta alegría en las bromas y en los jardines; flores, pero también alimañas; sonrisas pero también una densa sequedad en los labios.
Bomarzo resulta una veleidad vitanda: al anochecer, mientras regresamos, se apagan los dorados tonos del día y mil ojos de piedra nos taladran la espalda en el silencio.
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En realidad para el visitante que quiera impregnarse de extravagantes sentimientos (la extravagancia es quizá ya solo el lujo que nos queda) puede llegar fácilmente a Bomarzo: a unos ochenta kilómetros de Roma en dirección a Florencia tomando la salida de la autopista en Orte. Y de paso puede visitar una de esas bellas ciudades italianas casi desconocidas, como es Orvieto.
Por cierto, que quien lee ante la Casa Torcida es Ascen de Blas, mi librera.
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